“La mecánica cuántica describe la naturaleza como algo absurdo al sentido común. Pero concuerda plenamente con las pruebas experimentales. Por lo tanto espero que ustedes puedan aceptar a la naturaleza tal y como es: absurda.”
Richard Phillips Feynman
¿Le
gustaba el vino a Erwin Rudolf Josef Alexander Schrödinger?
¡Pues
vaya usted a saber, oiga! ¡Vaya con la preguntita con la que me viene, así sin
aviso previo y sin presentarse como es de conveniente educación!
Pero,
mire usted, si hemos de fabular al respecto, yo diría que sí, que por supuesto.
Ningún Premio Nobel en Física que se precie viviría sin su copita de tinto en
las comidas. Y en aquellas tertulias con Plank, Bohr, Born, Heisenberg, Dirac,
Einstein… se descorcharían buenos Riesling del Palatinado y Mosela. Daría yo un
brazo apostando por ello, ¡fíjese lo que le digo!
Pero
no idealicemos la cosa. Mucho Nobel, mucho Nobel, pero seguro que más de una
botella tuvo que correr cañería abajo: ¿En serio, Albert? ¿Traes un Cheval Blanc de 1898 y huele a corcho?
Calla Werner, que la próxima me traigo un pitarra del 26. Pero eso sí, Kosher…
Y un
fabricante de tapones de Girona que pasaba por allí levantó la mano y espetó:
¡Eh! Que ese no es el olor del corcho, eso es humedad. Claro, tenía razón en
cierto modo, aunque en esa época no se contaba con todos los conocimientos
actuales sobre el TCA y, además, ninguno de aquellos sabios le hizo el menor
caso. Echémosle la culpa al despiste corporativo…
Mas justo en ese momento, Schrödinger, en un ataque de
clarividencia, cogió el corcho y llevándoselo a la nariz, cerró los ojos y
declamó, ante el estupor general, lo siguiente:
“Imaginad
una botella de vino supuestamente excelente y en perfecto estado de
conservación y envejecimiento, cerrada con un corcho. Imaginad la presencia de clorofenoles en el campo donde se
cultivaron aquellas uvas que devinieron en este vino, procedentes de
tratamientos pesticidas; o en el alcornocal de donde proviene el corcho; o en
el robledal de Alliers de donde se extrajo la madera de las barricas que
contuvieron a aquel; o en la bentonita que lo clarificó… Imaginad ahora una
microflora ambiental compuesta de hongos filamentosos y algunas levaduras y
bacterias aviesas. Imaginad, finalmente la posibilidad de que esa colonia de
microorganismos entre en contacto con aquellos compuestos clorados y provoquen
la síntesis de 2,4,6-tricloroanisol y otros primos hermanos suyos. Esto
provocaría este desagradable olor que ahora percibimos y que ha hecho que el
caballo blanco enfile el camino de la mar-océano al galope.
Ahora
bien, ¿cómo sabemos si una botella está infectada antes de abrirla? Tenemos
todas estas circunstancias ambientales, pero no sabemos si reactivos y
microorganismos han entrado en contacto y se ha producido la muerte del vino.
Pero mientras la botella esté cerrada, el vino se encuentra en un estado de
superposición: está muerto y está vivo al mismo tiempo. Y solo cuando abramos
la botella observaremos una de las dos opciones. En todo caso, ya nuestra sola
intervención al descorchar y observar el estado del vino, contaminará el
experimento.”
En
ese momento, el bueno de Dirac, casi sin mirar a su cara, le dijo suavemente:
“Supongo que esto es una decoherencia
y tratas de hablarnos de electrones, no de vino. Pero con esta explicación vas
a tener serios problemas en tu grupo de Alcohólicos Anónimos.
¿Por
qué no la cambias por un gato encerrado en una caja?”
Por Paco Balsera @pacobalsera
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